La erótica del poder

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Contemplamos, a diario, la lucha por el poder y la épica desesperada, desgarrada, por mantenerlo. Ese pobre -o no tan pobre, probablemente- alcalde de Boadilla del Monte (Madrid) cuya dimisión anuncia el presidente de su partido, el PP, y que se resiste como cualquier animal en celo a ser desposeído de su propiedad, pero que termina sucumbiendo con argumentos que presumimos demoledores e irrebatibles. En el PP de Madrid, sobre todo, nadie se fía de nadie, y todos, desde la todopoderosa presidenta al más humilde jefe de negociado, andan protegiendo sus espaldas por si la nuca ciega les depara un navajazo imprevisto. Haciendo más que nada un esfuerzo sobrehumano porque nadie les desbanque de la silla.

¿Qué tiene el poder que degrada hasta la humillación por ridículo? Se lo pregunté una vez a un poco avispado presidente de Aragón -acribillado desde varios flancos-, y me dijo en un arrobo: «lo de la erótica del poder es cierto».

Claro que es la erótica, con su juego de imanes y rechazos, su recompensa gozosa saturada de oxitocina… y las prebendas que derivan de ocupar un cargo.

La erótica del poder ataca, además, a las altas cumbres y a todos sus estadios intermedios, hasta llegar a una miserable comunidad de vecinos, según contaba una serie de televisión que jamás vi porque me estomaga ver series españolas, a excepción de «7 vidas» en su día. ¡Presidente! ¡Firma! ¡Dirigir la sesión! ¡Elegir a los proveedores… y el color verde hospital del vestíbulo! ¡Qué gran misión!

Por poner un cargo en la tarjeta, uno mata. Y vampiriza las ideas de los otros, presentándolas como propias. Habla alto, con decisión. Y se abre paso a codazos. Y pisotea. O muere, si no dispone de la oportunidad.

¿No hay otra forma de mandar, de presidir? Dirigí una sola vez un telediario cuando el director tirano atrapó -en buena hora- una gastroenteritis. Todo el equipo acudió antes de la hora para prestar ideas: fue un telediario comunitario que -seguro- José María Fraguas (el hermano de Forges) o José Ignacio Igual, los realizadores, guardan en su recuerdo. Parece que hay otras formas, pero la costumbre no las acepta. Son los demás quienes se sienten perdidos. Y hay que aprender ya a tomar conciencia de otros poderes: la mayoría, la razón, el bien común… del primer al último del engranaje.

El poder debería servir para marcar directrices tendentes a lograr el bienestar y el objetivo del grupo. Dejar a un lado las propias ambiciones. Buscar el mejor resultado.

Por primera vez en mi vida, hoy, la patética figura de Mariano Rajoy anunciando una dimisión que ha sacado con fórceps y, probablemente, con la férrea Esperanza Aguirre de comadrona, me ha inspirado un hálito de ternura. Igual hasta cree en lo que hace -mal, pero hace-.

«Tristes guerras si no es amor la empresa, tristes armas si no son las palabras». Erotismo con comunidad de intereses.

4 comentarios

  1. Lo hablaba el sábado. Yo no creo que el poder corrompa. El poder, la capacidad de hacer cosas, muestra quién es realmente uno, simplemente. Y me temo que quienes lo utilizan, suelen ser los que siempre han deseado medrar.

  2. Lecaun

     /  10 febrero 2009

    Yo no sé si el poder corrompe, nunca me dieron la oportunidad de ejercerlo, o yo no tenía cualidades. Respecto al ejercicio del poder, parece que muestra a cada uno tal como es: si mediocre, mediocre; si ambicioso, ambicioso; si lo uno y lo otro a la vez, además de ambas cosas, peligroso. No hay más que mirar a la Comunidad de Madrid.
    En cualquier caso, siempre tengo presente el dicho popular: si quieres saber cómo es Pepito, dale un carguito. Y hay mucho mediocre ambicionando un carguito…

  3. Jota

     /  11 febrero 2009

    Lo que yo me planteo al respecto es lo siguiente. ¿Quién es la persona que llega realmente al poder? ¿Es la más competente y adecuada para el cargo? ¿O es la que más (y mejor) ha luchado para llegar al puesto? Entiendo que las dos cosas no tienen relación. Uno puede saber luchar y abrirse camino a empujones pero a la hora de cumplir funciones ser un incompetente.

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